Martes, 4 de marzo.
Empiezo a escribir este diario recordando los días
anteriores, los últimos abrazos y los últimos besos antes del viaje. El viernes
los “chicos” se juntaron para la despedida, unas cervecitas y algo de ron
para mí. Los demás hicieron los mismo,
solo las dosis fueron distintas…
Rock y ron en la barra del bar y cuatro banderitas cubanas.
Una para cada uno, Carlos, Chema, Manu y Alfredo. Una promesa, volver a esa
barra con las cuatro banderas cosidas en nuestros chalecos o chaquetas para
acabarnos otra botella y echar algo de humo de Habano. Abrazos en grupo y “Vs”…
que me toca hacer la maleta.
La Habana
de noche desde el avión es una ciudad oscura. El pasaje aplaude la maniobra del
comandante de la aeronave, hemos tomado tierra en el aeropuerto José Martí. El
destartalado Lada de Sergio nos conduce hasta nuestra nueva casa en el barrio
del Vedado, así llamado por haber sido una zona residencial exclusiva para los
ciudadanos norteamericanos, que construyeron sus caprichos arquitectónicos en
la ciudad. La Habana
de día y a ras de suelo es una ciudad colorida, huele a humo de los tubos de
escape de viejos Plymuth y Chevrolets, mezclado con el olor de la comida de los chiringuitos que se amontonan
en los portales y bajos de las casas. Hace un calor dulzón en la vieja Habana,
donde confluyen los más variados personajes al imán del dinero turista. La
vendedora de maní, con voz de soprano… cómprame un cucuruchito de maní… la
vieja cubana, sentada en un portal, saca
su Habano para dejarse fotografiar…
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